La confluencia entre letras y drogas se pierde en la antigüedad de los conceptos mismos, en algunas ocasiones proviniendo esta liga desde la literatura al contar con alusiones a ciertas sustancias; otras veces ocurriendo a la inversa, al inyectar tales drogas un espíritu creativo en los escritores; y en muchos casos la vinculación es bidireccional, lo que da como resultado obras literarias que no sólo hacen referencia a estupefacientes, sino que, al ser concebidas, sus autores estuvieron bajo efectos narcóticos.

Las pruebas son abundantes. En el mundo occidental, uno de los casos más alejados en el tiempo es la Odisea, canto épico atribuido al poeta griego Homero, quien, se presume, lo interpretaba ochocientos años antes de la era cristiana. Según sea la traducción, existen al menos dos menciones de drogas en la aventura de Ulises. Una se encuentra en la segunda rapsodia, cuando los pretendientes de Penélope intrigan en torno a desposarla y aducen que Telémaco les dará muerte con ponzoña. En la versión de Gonzalo Pérez, primera en la historia que llega a lectores castellanos, en esta escena se utiliza la palabra “veneno” de la misma manera que en 1891 lo hace Theodore Alois Buckley al transcribir poisons. Centurias más tarde, en el siglo veintiuno, algunas editoriales usarán el término drogas.

Al llegar a la cuarta rapsodia encontramos una nueva referencia, aunque esta vez con mayores coincidencias entre las diversas interpretaciones. Ocurre cuando el hijo de Ulises, en su búsqueda, acude a Menelao. Tras notar la aflicción de Telémaco provocada por el incierto destino de su progenitor, Helena mezcla “en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera”. Aquí, la traducción de Pérez habla sólo de “un dulce vino con una confición de fuerza grande”, al igual que de “medicinas”. Sin embargo Buckley concuerda con las adaptaciones que precisan el vocablo “droga” al escribir que la esposa de Menelao “vierte una droga en el vino”, la cual “libera a los hombres del dolor y la ira”.

El canto original, según afirma Luigi Arata, habla de nepenthes, no de la palabra droga en sí, porque la idea misma de tal concepto no existía en la antigua Grecia. Nepentes, nombre que en 1737 se asignó a una especie de planta carnívora, etimológicamente significa “sin dolor” o “sin pena”. En la Odisea hay que comprenderla como una sustancia vegetal, ya que Homero sugiere que creció en los fértiles campos egipcios. Por lo tanto, opina Arata, la mezcla de Helena debió ser un pharmakon, pues dicha voz contaba con un espectro amplio de significados, abarcando así lo que hoy conocemos como medicamento, pero en franco convivio con los límites del veneno y el encantamiento mágico.

Si bien, pude inferirse que en tales contextos el significado del término se inclina en buena medida al terreno médico, no se distancia de acepciones actuales donde la droga es observada como catalizador del sufrimiento.       

De acuerdo a lo que afirma el escritor Paul Anthony Jones, la verdadera etimología de la palabra droga permanece sin resolverse, aunque propone que existen pistas apuntando a probables orígenes neerlandeses. Jones asegura que la expresión es acuñada por los ingleses cuando Geoffrey Chaucer crea los Cuentos de Canterbury,entre 1380 y 1400. Chaucer hace uso de ella identificándola con medicamentos y pronunciándola en inglés medieval para escucharse como drogges, cuando en el prólogo general trata de la reunión sostenida por los personajes que peregrinarán y contarán las historias del libro. Ahí se refiere a un médico, el cual narra la anécdota de una chica llamada Virginia, y cuando lo hace, enumerando sus cualidades, dice de éste que, “tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas (drogges) y jarabes”.

Geoffrey Chaucer

Existen, por otra parte, obras expresamente atadas al embeleso del vicio. Una de las más emblemáticas es quizá Kubla Khan, de Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798. Cada verso de este poema es “un majestuoso decreto de placer”, el “resultado directo de la ingesta de drogas”, según asegura la profesora Sharon Ruston, quien detalla que Coleridge admitió que “se le ocurrió durante un sueño” provocado por el opio. En este tenor, añade que más tarde, durante 1816, en el mismo volumen donde aparece el poema Christabel, el autor publicó The Pains of Sleep, escrito mientras sufría de pesadillas “como resultado de la retirada” del mismo alcaloide. Ruston cree que la aparición de Kubla Khan y The Pains of Sleep demuestra las formas marcadamente diferentes en que se representaban las drogas en la literatura del siglo diecinueve.

Aun con estos antecedentes, escritores como Salvador Elizondo y Miguel Teruel coinciden en que el texto con el que se inaugurara formalmente la literatura que trata sobre fármacos es Confesiones de un inglés comedor de opio, publicado por primera vez en 1821 en la London Magazine. En este libro, Thomas de Quincey se extiende en la descripción de su experiencia de consumo, desde que prueba hasta que presuntamente abandona el opio, serpenteando entre la novela y el ensayo, pero situándose en definitiva, de acuerdo a la propuesta de María Elena Arenas Cruz, en una clase de texto perteneciente al género argumentativo.

Le empresa de De Quincey influenció a poetas que intentarían replicarla. El caso más conocido es el de Charles Baudelaire, quien para 1851 publica el ensayo Acerca del vino y el hachís y en1860 lo incluye en un tratado que titula Paraísos artificiales, donde añade disertaciones sobre el opio. Su intención fue traducir por entero las Confesiones, pero “renuncia a la traducción y se pone a trabajar en una adaptación en la que se mezclan pasajes de De Quincey con comentarios propios”. Aquí, al escritor francés “el consumo de la droga se le representa asociado con la placidez espiritual”, aunque combate constantemente con su moral y aprecia tal sosiego como falso.

Thomas de Quincey

Para los modernistas hispanoamericanos no fue ajena esta corriente que en el diecinueve se abría paso con sutileza entre los grandes temas como el amor y la muerte. Julián del Casal, cubano de nacimiento, se dedicó entre 1886 y 1887 a traducir poemas de Baudelaire, de los cuales “muchos hacen referencia a las distintas sustancias que el poeta maldito probó a lo largo de su vida”, y “tomando como referencia el poema […] Le Poison, Casal escribe La Canción de la Morfina en 1890”.

Marta Herrero Gil propone que Rubén Darío percibió en la obra de Casal una metáfora entre la droga y el ensimismamiento de la lectura, no obstante advierte que hay quienes están seguros de que la mención no ha sido gratuita, y trae a colación a José Antonio Portuondo, el cual afirma que Julián, “por imitar a los decadentes de París, probó la morfina”. Asimismo, recuerda que el texto antes mencionado no es el único de Casal donde las drogas salen a relucir, pues existen explícitas menciones en Blanco y negro, Nostalgia, Flores de éter, Horridum somnium y Laus noctis.

Tampoco la tradición española pudo ignorar el creciente caudal de la “literatura drogada”, apelativo esbozado por Alberto Castoldi al explicarla como “la experiencia con drogas de un autor en su voluntad y acción de expresar al mundo exterior las modificaciones que la sustancia ha producido en él”, y en 1919 llega el multifacético Ramón María del Valle-Inclán, quien titulará La pipa de kif a un libro de poemas donde exalta los efectos del opio, la coca, la marihuana, el kif y el hachís (los últimos dos derivados del cáñamo).

Ramón María del Valle Inclán

José Agustín Goytisolo considera La pipa de kif un libro iniciático para su autor, pues “el empleo de argot de los bajos fondos, el de la droga, del mundo de la prostitución, y aún el argot taurino o militar que aparece a menudo en estos poemas va a ser una constante en [su] obra posterior”.

Pero no todo ha sido alabanza ni disertación sobre la experiencia. Apenas diez años después de que La pipa de kif llegara a las librerías, Marise Querlin publica Las drogas, un libro de relatos con personajes ubicados en las Antillas francesas en medio de entornos aristocráticos: “Tenemos a médicos que no quieren dar recetas a los abogados morfinómanos, industriales cuarentones anfetamínicos, camellos farmacéuticos, camellos de salón de hotel, cocainómanos y cocainómanas vistos como leprosos, con un tinte moralista brutal”.

Querlin había experimentado ya la creación de historias cargadas de moralina cuando en 1928 salió a la luz Los vientres malditos, que trata el tema del embarazo precoz, y después de Las drogas seguiría con títulos de la misma traza, denunciando la homosexualidad y la mala educación de los jóvenes de la época. La escritora, dice David Villanueva cuando analiza su percepción de las drogas, “interpretaba el asunto como quien crea un hospital para enfermos asociales y que habría que recluir siempre que se rezara un Ave María por estas pobres almas descarriadas”.

Se ahondó hasta entonces en describir los fenotipos del drogadicto, las excentricidades del consumo y el peso moral de lo considerado desenfreno, pero no fue sino hasta 1930 cuando una vertiente sin explotar encontró elevadas reflexiones en Jean Cocteau, que para comunicar la obscuridad del desapego escribe: Opio. Diario de una desintoxicación.

“El propósito del autor era captar por escrito el pasaje de un estado considerado anormal a un estado considerado normal ­­–reflexiona Juan Arabia– registrar los ‘gritos de sufrimiento en cámara lenta’”. Así, el crítico considera que la obra de Cocteau es superior a las de Coleridge y De Quinceyal momento de tratar con la adormidera, al mismo tiempo que recuerda que el libro fue concebido mientras el escritor se encontraba recluido en el sanatorio Saint-Cloud, precisamente intentando alejarse del opio. Una particularidad que lo distingue del resto de los textos tratados hasta el momento es que está acompañado de más de cuarenta dibujos, todos elaborados por el propio Cocteau y todos ellos concebidos durante su periodo de encierro.

Jean Cocteau

Otra escuela literaria que también aporta al torrente narcótico es la rusa. En 1936 se asoma en las estanterías Novela con cocaína, una historia adjudicada al misterioso autor de nombre M. Aguéieve, del cual no se tuvo conocimiento de su identidad sino hasta más de medio siglo después. El texto fue entregado en 1930 por el servicio postal de París a la redacción de la revista Cifras con remitente en Constantinopla, y nada más que eso. Los editores leyeron aquel manuscrito y luego de emprender una búsqueda del autor, en la que no tuvieron suerte, lo publicaron a manera de folletín, hasta que una editorial, seis años más tarde, lo imprimiría en forma de libro. La novela está escrita en primera persona y se presenta en forma de autobiografía, la autobiografía de Vadim Másliennikov, un joven usuario de cocaína que vive en la Rusia prerrevolucionaria de inicios del siglo veinte. Javier Azpiazu indica que “la morosa descripción de su adicción a la cocaína [es] algo novedoso en la literatura de la época, [además de estar] sazonada con imágenes sorprendentes y agudas reflexiones, [las cuales] terminan de perfilar el retrato de un personaje amoral, atrayente y repulsivo al mismo tiempo”, todo sostenido en “la maestría de los modelos clásicos rusos y la vanguardia del siglo XX”.

Alcanzada ya la mitad del siglo pasado, Aldous Huxley publica Las puertas de la percepción, un tratado narrativo que al día de hoy continúa siendo un referente en el estudio del consumo de mezcalina, sustancia derivada del peyote, y de la “literatura drogada” misma. Su aproximación a las drogas no era nueva, pues veinte años antes escribió Un mundo feliz, novela donde una sociedad ficticia del futuro vive consumiendo a diario la droga llamada soma, como aquella que en el Ramayana se cocina con leche fresca para conseguir un jugo que “elimina culpas”.

 Huxley experimenta con la sustancia a los cincuenta y nueve años de edad. Llega a ella, asegura, casi por suerte, pues “los sabuesos” detrás de la cura de la esquizofrenia han puesto los ojos en la droga y él se ha puesto en su camino y ha dicho que sí cuando le han propuesto ser conejillo de Indias. “Es así como una luminosa mañana de mayo”, escribe, ingiere “cuatro décimas de gramo de mescalina disueltas en medio vaso de agua” y se sienta “a esperar los resultados”.

Aldous Huxley

El libro es publicado en 1954 y en él describe su lento ingreso a las “gracias gratuitas” que le proporciona el derivado de la cactácea mexicana, y además de hablar de una “lenta danza de luces doradas” se interna en el significado de depurar las puertas de la percepción de las que habla William Blake en El matrimonio del cielo y el infierno, al igual que en críticas a la sociedad moderna que no comprende que “nuestra finalidad es descubrir que siempre hemos estado donde deberíamos estar”.

Así, el veinte se perfila a coronarse como el siglo de mayor relevancia para la literatura de la droga, y la perla de esa corona la posee William Burroughs con su novela El almuerzo desnudo,publicada en 1959, pues se convierte en un éxito editorial que lleva a traducciones, reediciones y adaptaciones cinematográficas; un texto donde sus veintitrés secciones parecen no tener más conexión que algunos personajes recurrentes y el crudo camino de los adictos a la heroína, la cocaína y sus derivados hacia la inalcanzable saciedad: las novelas que siguen secuencias lógicas no pueden reflejar la vida, ya que las cosas no suceden en una secuencia lógica y la gente no piensa en una secuencia lógica, señala el autor.

Es de esta manera que la calidad de la “literatura drogada” empieza a llamar la atención de forma significativa, sus títulos dejan de ser una lista de excepciones para convertirse en una de abundancias, y en el momento en que América Latina abreva tales influencias narcóticas, México lo hace con notoriedad: el siglo veintiuno crece entonces en subcategorías que se inclinan tanto hacia libros confesionales sobre consumo de narcóticos, como del lado de la novela negra o del ambiente del narcotráfico, fortaleciendo aquella vieja confluencia entre letras y drogas que se extravía, ya lo hemos notado, en la antigüedad de los conceptos.